domingo, 10 de noviembre de 2013

Los síntomas de lo inevitable


El poder de la muerte es sorprendente y misterioso.
Lo observo en la gente, lo estoy empezando a ver en mis pacientes y lo he vivido en carne propia. Como la muerte marca huellas, que a veces parecen imborrables y eternas, como la muerte misma. Tiene la capacidad de generar en la biografía de cada ser humano, un antes y un después, la misma cualidad que tienen los nacimientos; lo sabemos quienes somos madres y quienes hemos además, mirado fijo a los ojos a la muerte cara a cara, sin respirar.

Circula una energía similar, como si fuera un portal que se abre y se cierra.
Una vez cerré esa puerta, con profundo dolor y al tiempo, la pude abrir con profunda felicidad. La vida me ofreció ambas posibilidades, ambas muy fuertes.

Parece que la muerte se entretejiera entre la piel, los músculos y se acomoda entre los huesos en rincones insólitos y recónditos, para no poder ser encontrada y poder accionar desde ahí una catarata de efectos. Desde allí, mueve las piezas, trae inseguridades, indecisión, angustia y sobre todo, mucho miedo. Estoy notando cada vez más que la muerte de un ser querido, más aun cuando es traumática, inesperada u ocurre en la infancia, produce consecuencias insondables, tan sutiles y heterogéneas, que desenredar la madeja resulta un desafió complejo y apasionante. En cada ser humano impacta de una forma diferente, aunque hay factores en común, pero no se puede generalizar.
En occidente vivimos la muerte de una forma oscura, se genera a su alrededor en general un halo de tristeza, hay mucho apego y desconocimiento al respecto. Sin embargo para quienes somos más orientales en nuestras filosofías, nuestra fé y conocimientos circula otra sensación. De todas formas, el poder de la muerte impacta profundo y se impregna con una magnitud que aun me cuestiono.

Me toca enfrentarme a ella en mi propia historia, me toca desmenuzarla en mis pacientes que traen síntomas, que llegan con miedo, con angustia y con una turbulencia mental a veces tan compleja, como humana. Me toca entenderla, darle tantas vueltas como sea necesario, me toca a veces llorarla, otras me genera mucha bronca e impotencia, la muerte va mutando y transformándose continuamente en nuestro interior, en los recuerdos, en las imágenes.
El antes y después es inevitable, tanto el nacimiento como la muerte tienen esa característica única; que son irreversibles, que no hay retorno y lo más loco es que sean la cara de la misma moneda, porque cuando nacemos comenzamos a morir y cuando morimos, comenzamos a nacer. Es el ciclo de la vida, la reencarnación, lo cíclico que es tan humano y tan divino, esto que somos, mucho más que carne y hueso.

Aun teniendo esa certeza, que nace de la experiencia personal en mi caso, no podemos evitar que la muerte nos marque y nos genere contrastes tan hondas. Permanecemos inconciente, de la mayoría de ellas, y mientras más pasa el tiempo más se asientan y más síntomas generan…estoy convencida de que esto es así, más allá de los duelos cristalizados o patológicos me pregunto ¿Qué es el “duelo normal”? ¿Cuándo dura un duelo? ¿Quién puede estipularlo y en base a que parámetro? Los libros que analizan esta temática son muy errantes y simplificadores en su mensaje cuando cada ser humano es único, no hay un tiempo determinado biológica ni emocionalmente, generalizar vuelve a la gente número, nos masifica, haciéndonos perder la individualidad y ajustándonos a una norma estadística que no es real, ni justa. Algo tan complejo como es la vida y la muerte, no puede simplificarse a días, meses ni parámetros cualitativos.

Solo puedo decir a través de mi experiencia que los duelos tienen diferentes etapas, que varían a través del tiempo y del desarrollo interior de cada persona y que además puede haber retrocesos emocionales, que son naturales. El proceso en si que depende de varios factores, se entreteje una trama compleja. Puede ser que los duelos se cierren en algún momento o que cesen ciertas emociones, sin embargo cuando la persona que se ha ido es muy amada y cercana, uno aprende a convivir con ello, uno debe aprender a caminar junto a eso, lo incorpora a su identidad, lo integra y se acostumbra de alguna manera; por eso el termino de “cerrar un duelo” me hace ruido, no me termina de convencer en determinados casos.

Y digo esto porque siento que nunca se olvida, porque la vida no vuelve a ser la misma de antes, por eso el antes y después es tan claro en muchos casos. Uno puede superarlo, aceptarlo, elaborarlo y trabajar el duelo desde un proceso de sanación interna y personal, para que no genere más síntomas, para que la angustia no sobrepase nuestro sistema psíquico produciendo un desborde y consecuencias varias, elaborarlo para que nos sea “funcional” dirían algunos.
Si, pero no se olvida, se integra y creo que ahí esta la clave, en poder integrarlo y darle un lugar incluso a la muerte y poder con el tiempo recordar a esa persona amada con una sonrisa, con mucho amor y agradecimiento. Negar o rechazar la muerte es lo que tal vez genera más síntomas, hay gente que no puede hablar del tema, o no se permite llorar y creo que en ese punto es donde comienza a volverse complejo y a enquistarse en las emociones y ramificarse en nuestra vida psíquica y emocional.
Pero una vez que logramos integrar la muerte a nuestra vida, y poder trabajar nuestra propia muerte inclusive, entonces recién podremos volver a mirar a la muerte a los ojos y no sentir más, el escalofrío que nos provoca. Amigarnos con ella y entender que es parte del ciclo natural de la vida, que todos nacemos y morimos y que simplemente, algunos lo hacen antes, por razones que en general, desconocemos y es ese desconocimiento lo que nos provoca miedo y angustia.


N.P.S
02-11-2013

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